Bienvenido nuevamente y mil gracias por tomarte el tiempo de visitar el blog de Para decir adiós: Las dos Princesas, agradezco también a los nuevos grupos que me han permitido realizar la difusión de mi obra.
Lo prometido es deuda, así
que aquí está el segundo capítulo de la enorme obra de L. Frank Baum
Capítulo 2
La reunión con los munchkins.
La reunión con los munchkins.
La despertó un golpe tan fuerte que, si
no hubiera estado acostada en la cama blanda, se podría haber lastimado.
Dorothy contuvo la respiración y se preguntó qué había pasado. Totó le apoyó en
la cara la pequeña y fría nariz y gimió, asustado. Dorothy se incorporó y notó
que la casa no se movía; tampoco estaba oscuro, pues el sol entraba por la
ventana, inundando la pequeña habitación. Se levantó de un salto y, con Totó
pegado a los talones, corrió a abrir la puerta.
La niña lanzó un grito de asombro y
miró alrededor. Los ojos se le agrandaron al ver aquellas maravillosas
imágenes.
El ciclón había depositado la casa con
mucha suavidad —para un ciclón— en el centro de un país de asombrosa belleza.
Por todas partes había exquisitos retazos de césped verde, con majestuosos
árboles cargados de apetitosos frutos. Había magníficos canteros de flores y
pájaros de extraño y vistoso plumaje que cantaban y aleteaban en los árboles y
en los matorrales. Un poco más lejos corría un arroyo entre el verde,
murmurando con una voz muy agradable para una niña que había vivido tanto
tiempo entre secas y grises praderas.
Mientras miraba asombrada el
sorprendente y hermoso paisaje, notó que se le acercaba un grupo de personas,
las personas más extrañas que había visto en su vida. No eran tan grandes como
las personas mayores que estaba acostumbrada a tratar, pero tampoco eran muy
pequeñas. En realidad aparentaban el tamaño de Dorothy, que era una niña
crecida para su edad, aunque por su aspecto tenían muchos más años que ella.
Eran tres hombres y una mujer, y todos
iban vestidos de un modo raro. Llevaban sombreros redondos que terminaban en
una punta afilada, treinta centímetros por encima de la cabeza, y de los bordes
de esos sombreros colgaban unos cascabeles pequeños que, con cada movimiento,
producían un dulce tintineo. Los sombreros de los hombres eran azules; el
sombrero de la mujercita era blanco. Ella llevaba, además, un vestido blanco
que le caía en pliegues desde los hombros; ese vestido estaba salpicado de
pequeñas estrellas que centelleaban al sol como diamantes. Los hombres estaban
vestidos de azul en el mismo tono de los sombreros, y llevaban botas muy bien
lustradas con rayas azules en las puntas. Los hombres, pensó Dorothy, debían de
ser de la edad de tío Henry, pues dos de ellos lucían barba. Pero la mujercita
era sin duda mucho más vieja: tenía el rostro cubierto de arrugas, y su pelo
era casi blanco y caminaba con cierta rigidez.
—Bienvenida, noble Hechicera —dijo con
voz dulce—, al País de los Munchkins. Te agradecemos mucho que hayas matado a
la Bruja Mala del Este, y que hayas liberado a nuestro pueblo.
Dorothy escuchó esas palabras con
sorpresa. ¿A qué se referiría esa mujercita al llamarla hechicera y decirle que
había matado a la Bruja Mala del Este? Dorothy era una niña inocente e
inofensiva, a quien un ciclón había llevado muy lejos; y nunca, en toda su
vida, había matado una mosca.
Pero era evidente que la mujercita
esperaba una respuesta.
—Eres muy amable —dijo Dorothy con voz
vacilante—, pero debe de haber algún error. Yo no he matado nada.
—Bueno, lo hizo tu casa —respondió la
viejecita con una carcajada—, y en el fondo es lo mismo. ¡Mira! —dijo,
señalando la esquina de la casa—; allí están los dos pies, asomando todavía por
debajo del tronco.
Dorothy miró y lanzó un
pequeño grito de terror. Efectivamente, por debajo de la madera que sostenía el
peso de la casa, asomaban dos pies enfundados en
zapatos de plata terminados en
punta.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó Dorothy,
apretándose las manos, aterrada—, la casa debe de haberle caído encima. ¿Qué
podemos hacer?
—Nada podemos hacer —dijo la mujercita
con voz calma.
—Pero ¿quién era? —preguntó Dorothy.
—Era la Bruja Mala del Este, como ya
dije —respondió la viejecita—. Ha tenido a todos los munchkins en cautiverio
durante muchos años, haciendo que la sirvieran como esclavos día y noche. Ahora
todos son libres y te están agradecidos por el favor.
—¿Quiénes son los munchkins? —inquirió
Dorothy.
—Es la gente que vive en esta tierra
del Este, donde reinaba la Bruja Mala.
—¿Tú eres una munchkin? —preguntó
Dorothy.
—No, pero soy amiga de ellos, aunque
vivo en la tierra del Norte. Cuando vieron que la Bruja del Este estaba muerta,
los munchkins me enviaron un veloz mensajero, y yo acudí enseguida. Soy la
Bruja del Norte.
—¿De veras? —exclamó Dorothy—. ¿Eres
una bruja de verdad?
—Claro que sí —le respondió la
mujercita—. Pero soy una bruja buena, y la gente me quiere. No soy tan poderosa
como la Bruja Mala que reinaba aquí; de lo contrario, yo misma habría liberado
a este pueblo.
—Pero yo pensaba que todas las brujas
eran malas —dijo la niña, que se sentía un poco asustada ante una bruja de
verdad.
—Ah, no; eso es un gran error. Hay sólo
cuatro brujas en todo el País de Oz, y dos de ellas, las que viven en el Norte
y en el Sur, son brujas buenas. Sé que es verdad, porque yo soy una de ellas y
no me puedo equivocar. Las que vivían en el Este y el Oeste eran verdaderamente
malas, pero ahora que has matado a una, sólo queda una Bruja Mala en todo el
País de Oz: la que vive en el Oeste.
—Pero —dijo Dorothy, después de pensarlo
un momento—, tía Em me ha dicho que todas las brujas murieron… hace muchos,
muchos años.
—¿Quién es tía Em? —quiso saber la
viejecita.
—Es mi tía, que vive en Kansas, el
sitio de donde he venido.
La Bruja del Norte hizo como si pensara
un momento, la cabeza ladeada y mirando el suelo. Luego alzó la mirada y dijo:
—No sé dónde está Kansas, porque nunca
he oído hablar de ese país. Dime, ¿es un país civilizado?
—Claro que sí —respondió Dorothy.
—Eso lo explica todo. Tengo entendido
que no quedan brujas en los países civilizados; ni magos ni hechiceros. Pero el
País de Oz nunca ha sido civilizado, pues estamos aislados del resto del mundo.
Por lo tanto hay todavía entre nosotros brujas y magos.
—¿Quiénes son los magos? —preguntó
Dorothy.
—El propio Oz es el Gran Mago
—respondió la Bruja en un susurro—. Es más poderoso que todos los demás juntos.
Vive en la Ciudad Esmeralda.
Dorothy iba a hacer otra pregunta, pero
en ese instante los munchkins, que habían permanecido callados, lanzaron un
potente grito y señalaron la esquina de la casa que había aplastado a la Bruja
Mala.
—¿Qué pasa? —preguntó la viejecita.
Miró hacia la casa y se echó a reír. Los pies de la Bruja muerta habían
desaparecido por completo, y sólo quedaban los zapatos de plata.
—Era tan vieja —explicó la Bruja del
Norte— que se secó rápidamente al sol. Ya no queda nada. Pero los zapatos son
tuyos y podrás usarlos.
Se inclinó y recogió los zapatos, y
después de sacudirlos para sacarles el polvo se los entregó a Dorothy.
—La Bruja del Este estaba orgullosa de
esos zapatos de plata —dijo uno de los munchkins—, y hay en ellos un cierto
poder mágico, aunque nunca supimos en qué consistía.
Dorothy llevó los zapatos dentro de la
casa y los puso sobre la mesa. Luego volvió afuera, junto a los munchkins, y
dijo:
—Estoy ansiosa por regresar junto a mi
tía y a mi tío, porque seguramente se estarán preocupando. ¿Me podéis ayudar a
encontrar el camino a Kansas?
Los munchkins y la Bruja se miraron
primero unos a otros, y después a Dorothy y finalmente sacudieron la cabeza.
—Al este, no lejos de aquí —dijo uno—,
hay un gran desierto, y nadie alcanzaría a cruzarlo.
—Lo mismo ocurre al sur —dijo otro—,
pues yo he estado allí y lo he visto. El sur es el País de los Quadlings.
—Me han dicho —intervino el tercer
hombre— que lo mismo pasa en el oeste. Y ese país, donde viven los winkies,
está gobernado por la Bruja Mala del Oeste, que te convertiría en su esclava si
pasaras por su tierra.
—El norte es mi hogar —dijo la vieja—,
y en su extremo aparece el mismo gran desierto que rodea este País de Oz. Mucho
me temo, querida, que tendrás que vivir con nosotros.
Dorothy comenzó a sollozar; se sentía
muy sola entre todas esas personas extrañas. Sus lágrimas parecieron ablandar
también a los bonachones munchkins, que enseguida sacaron los pañuelos y
rompieron a llorar. La viejecita, en cambio, se quitó el gorro y apoyó el pico
en la punta de la nariz, haciendo equilibrio, mientras cantaba “uno, dos, tres”
con voz solemne. De pronto el gorro se transformó en una pizarra, en la que se
leía, escrito con tiza en grandes caracteres:
“QUE DOROTHY VAYA A LA CIUDAD
ESMERALDA”
La viejecita sacó la pizarra de la
nariz y, después de leer las palabras escritas, preguntó:
—¿Te llamas Dorothy, querida?
—Sí —respondió la niña, alzando la
mirada y secándose las lágrimas.
—Entonces debes ir a la Ciudad
Esmeralda. Oz quizá pueda ayudarte.
—¿Dónde queda esa ciudad? —preguntó
Dorothy.
—Está exactamente en el centro del
país, y la gobierna Oz, el Gran Mago del que te he hablado.
—¿Es un hombre bueno? —quiso saber la
niña, angustiada.
—Es un buen mago. No puedo decirte si
es o no un hombre, pues nunca lo he visto.
—¿Cómo puedo llegar a ese sitio?
—preguntó Dorothy.
—Debes caminar. Es un largo viaje, por
un país a veces agradable y a veces oscuro y terrible. Sin embargo, yo usaré
todas las artes mágicas que conozco para que nada te haga daño.
—¿No irás conmigo? —suplicó la niña,
que había empezado a ver en la Bruja su única amiga.
—No, no lo puedo hacer —respondió la vieja—;
pero te daré mi beso, y nadie lastimará a una persona que ha sido besada por la
Bruja del Norte.
Se acercó a Dorothy y la besó con
suavidad en la frente. Donde la tocaron los labios —Dorothy lo descubrió más
tarde— quedó una marca redonda y brillante.
—El camino a la Ciudad Esmeralda está
pavimentado con ladrillos amarillos
—dijo la Bruja—, así que no podrás
confundirte. Cuando llegues ante Oz, no temas, cuéntale tu historia y pídele
ayuda. Adiós, querida.
Los tres munchkins le hicieron una
profunda reverencia y le desearon un agradable viaje; luego se alejaron entre
los árboles. La Bruja se despidió de Dorothy con una amistosa inclinación de
cabeza, giró tres veces sobre el tacón izquierdo e instantáneamente
desapareció, ante la sorpresa del pequeño Totó, que al no verla más se puso a
ladrar con fuerza; en su presencia ni siquiera se había atrevido a gruñir.
Pero Dorothy, al saber que era una
bruja, había esperado que desapareciera de ese modo, y no se sorprendió.
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