Bienvenido nos acercamos a mediados de
noviembre de 2015 y con ello al fin del año, como he comentado en diversas
ocasiones la principal finalidad de este espacio es el poder compartir con
todos los que me hacen el favor de visitar nuestro blog de Para decir adiós:
Las dos Princesas, es por ello que a partir de hoy estaré publicando cada día
un capítulo de la magnífica obra de L. Frank Baum, El maravilloso mago de Oz.
Es oportuno aclarar que no se viola con ello los derechos autorales
puesto que El mago de Oz, ya es del dominio público.
Además con cada capítulo acompañaré ilustraciones
que he realizado para esta ocasión, ojala y las disfruten.
Mi versión del hombre de hojalata.
Por último les pido que si les ha
gustado lo publicado aquí, por favor compartan con sus amigos para poder llegar
a más lectores.
EL MARAVILLOSO MAGO DE OZ
DE L. FRANK BAUM.
Ilustraciones de: William Wallace
Denslow
Introducción
El folclore, las leyendas, los mitos y
los cuentos de hadas han acompañado la infancia a lo largo de los siglos, pues
todo niño sano siente una edificante e instintiva atracción por las historias
fantásticas, maravillosas y manifiestamente irreales. Las hadas aladas de Grimm
y de Andersen han llevado más felicidad a los corazones infantiles que todas
las demás creaciones humanas.
Sin embargo, el viejo cuento de hadas,
que ha servido durante generaciones, podría ahora ser clasificado de
“histórico” dentro de la biblioteca infantil, pues ha llegado la hora de una
nueva serie de “cuentos de maravillas” donde ya no aparezcan los estereotipados
genios, enanos y hadas, con todas las horripilantes peripecias inventadas por
los autores para transformar cada relato en una espantosa moraleja. La
educación moderna incluye la moral; por lo tanto, el niño moderno sólo busca
entretenimiento en sus cuentos de maravillas y renuncia de buena gana a todos
los detalles desagradables.
Con esa idea en mente, la historia del “maravilloso
Mago de Oz” ha sido escrita sólo para dar placer a los niños de hoy. Aspira a
ser un cuento de hadas modernizado, que conserva las maravillas y la alegría y
prescinde de las angustias y las pesadillas.
L. Frank Baum
Chicago, abril de 1900
Capítulo 1
El ciclón
El ciclón
Dorothy vivía en medio de las grandes
praderas de Kansas con tío Henry, que era granjero, y con tía Em, que era la
mujer del granjero. Su casa era pequeña porque para construirla habían tenido
que transportar la madera en una carreta desde una distancia de muchos
kilómetros. Había cuatro paredes, un piso y un techo, que completaban una
habitación; y en esa habitación había una oxidada cocina de hierro, una alacena
para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. Tío Henry y tía Em
tenían una grande en un rincón, y Dorothy tenía una pequeña en otro rincón. No
había buhardilla ni sótano, sólo un agujero cavado en el suelo, llamado “el
sótano de los ciclones”, donde podría refugiarse la familia si se levantara uno
de esos potentes remolinos que se llevan las casas a su paso. Se entraba al
agujero –un agujero pequeño y oscuro– por una trampa situada en el centro del
piso, de la que descendía una escalera.
Cuando Dorothy salía a la puerta y
miraba alrededor no veía otra cosa que la inmensa pradera gris. No había un
solo árbol o casa que alterase la ancha llanura que se extendía hasta el borde
del cielo en cualquier dirección. El sol había calcinado la tierra arada, que
era ahora una masa gris surcada por pequeñas grietas. Ni siquiera la hierba era
verde, pues el sol había quemado las puntas de las largas briznas hasta
dejarlas del mismo color que todo lo demás. En otra época la casa había estado
pintada, pero el sol y la lluvia se habían llevado esa pintura y ahora era tan
deslucida y gris como el resto de la llanura.
Cuando tía Em fue a vivir a ese sitio
era una mujer joven y bonita. A ella también la habían cambiado el viento y el
sol. Le habían arrebatado el brillo de los ojos, que ahora eran de un gris
apagado; le habían arrebatado el color de las mejillas y los labios, que
también eran grises. Ahora era una mujer delgada que no sonreía nunca. Cuando
Dorothy, que era huérfana, fue a vivir con ellos, tía Em se sobresaltaba tanto
cada vez que llegaba a sus oídos la risa alegre de la niña que lanzaba un grito
y se llevaba una mano al corazón; y todavía se maravillaba de que la niña
encontrase cosas de que reírse.
Tío Henry no se reía nunca. Trabajaba
duro de sol a sol y no conocía la alegría. Él también era gris, desde la larga
barba hasta las toscas botas; tenía expresión severa y solemne y casi nunca
hablaba.
Quien hacía reír a Dorothy y la salvaba
de volverse tan gris como todos los que la rodeaban era Totó. Totó no era gris;
era un perrito negro, de pelo largo y sedoso y pequeños ojos negros que
centelleaban con alegría a ambos lados de la divertida y diminuta nariz. Totó
jugaba todo el tiempo, y Dorothy jugaba con él y lo quería con pasión.
Pero ese día no jugaban. Tío Henry
estaba sentado en el escalón de la puerta y miraba preocupado hacia el cielo,
que era aún más gris que de costumbre. En la puerta, con Totó en brazos,
Dorothy también miraba el cielo. Tía Em lavaba los platos.
Desde el lejano norte llegaba el gemido
sordo del viento, y tío Henry y Dorothy veían cómo las largas hierbas se
inclinaban en oleadas anunciando la llegada de la tormenta. De pronto el aire
trajo un silbido agudo desde el sur y, al volverse, vieron que la hierba
también se rizaba por ese lado.
Tío Henry se levantó.
—Em, viene un ciclón —dijo a su mujer—;
voy a ocuparme del ganado.
Después corrió hacia los cobertizos
donde tenían las vacas y los caballos.
Tía Em dejó lo que estaba haciendo y
fue hasta la puerta. Le bastó con mirar una sola vez el cielo para darse cuenta
del peligro que se acercaba.
—¡Rápido, Dorothy! —gritó—. ¡Corre al
sótano!
Totó saltó de los brazos de Dorothy y
se escondió debajo de la cama, y la niña corrió detrás de él. Tía Em, muy
asustada, abrió la trampa del suelo y bajó por la escalera al agujero pequeño y
oscuro. Dorothy logró por fin atrapar a Totó, y empezó a caminar hacia donde
había ido su tía. Al llegar al centro del cuarto hubo un fuerte ruido y la casa
se sacudió con tanta fuerza que Dorothy perdió el equilibrio y cayó sentada en
el suelo.
Entonces ocurrió algo extraño.
La casa giró dos o tres veces sobre sí
misma y se elevó lentamente en el aire. Dorothy se sintió como si anduviera en
globo.
Los vientos del norte y del sur
chocaban en el sitio donde estaba la casa, haciendo de ella el centro exacto
del ciclón. En el centro de un ciclón el aire está por lo general en calma,
pero la inmensa presión del viento sobre cada una de las paredes de la casa la
fue alzando cada vez más hasta llevarla a la misma cima del ciclón; y allí
siguió mientras era arrastrada kilómetros y kilómetros, como quien lleva una
pluma.
Estaba muy oscuro, y el viento lanzaba
unos aullidos horribles, pero Dorothy se sentía bastante cómoda. Después de los
primeros remolinos, y del momento en que la casa se inclinó peligrosamente
hacia un lado, sintió que la mecían con suavidad, como a un bebé en la cuna.
A Totó no le gustaba. Corría de un lado
a otro en el cuarto, ladrando con fuerza; pero Dorothy estaba sentada en el
suelo, muy quieta, esperando a ver qué pasaba.
En un momento Totó se acercó demasiado
a la trampa abierta y cayó por ella. Al principio la niña pensó que lo había
perdido, pero pronto vio que una de las orejas asomaba por el agujero, pues la
presión del aire era tan fuerte que no lo dejaba caer. Dorothy gateó hasta el
agujero, sujetó a Totó por la oreja y lo arrastró de vuelta a la habitación;
luego cerró la trampa para que no hubiera más accidentes.
Pasaron las horas y poco a poco Dorothy
fue perdiendo el miedo. Pero se sentía muy sola, y el viento aullaba a su
alrededor con tanta fuerza que casi la ensordecía. Al principio había pensado
que, cuando cayera la casa, ella se haría pedazos, pero como pasaban las horas
y no sucedía nada terrible, dejó de preocuparse y decidió esperar con calma a
ver qué le deparaba el futuro. Por fin se arrastró sobre el suelo movedizo,
subió a la cama y se tendió en ella; y Totó la siguió y se tendió a su lado.
A pesar de que la casa se
movía y de que el viento rugía, Dorothy cerró los ojos y se quedó profundamente
dormida.
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